Quiso la casualidad que empezara la lectura de este cómic, al que tenía ganas hace tiempo, justo el día que emitían la película que se hizo basándose en él. En la 2, si no me equivoco.
Ahora también tengo pendiente la película. No sé cómo la habrán enfocado, si habrá sido muy fielmente o con un tono dramático más acusado. Espero que no me defraude.
El sabor que me ha dejado esta lectura es agridulce. Agrio por, evidentemente, la dura realidad que relata. Que sigue ocurriendo. Y que, sólo quizá, nos llegue a alguno. Dulce por el cariño y hasta humor tierno con el que está tratado un tema tan duro.
Es lo que más ha llamado mi atención en esta lectura: el trato que da el autor a algo que los demás vemos como dramático. Quizá sea porque lo escribió desde el cariño. Según declara, lo escribió por sus padres.
Se dio cuenta, durante un encargo laboral, de que los ancianos eran borrados, eliminados, invisibles pero porque no se les quiere ver. Algo parecido a lo que sucede con los discapacitados.
No dejaba de recordar, durante la lectura, esa frase de Terry Pratchett que dice que "Dentro de cada anciano hay un joven preguntándose qué demonios ha pasado".
Todos (al menos, los supervivientes) envejecemos. Y maduramos. Pero, a medida que el envejecimiento va avanzando, la maduración se va atascando: una vez hemos formado lo que somos, lo que pensamos, lo que creemos... se estabiliza dentro de nosotros y nos define. Y así seguimos, por regla general. Con algún cambio sutil, pero poco determinante. Sin embargo, el envoltorio sí va envejeciendo, perdiendo agilidad, elasticidad, ganando en achaques... En ese envoltorio está incluido el cerebro. Es algo así como que lo que somos es nuestra "alma" (o como quiera llamarlo cada quien) y el cuerpo, con cerebro incluido, es nuestra forma, simplemente. Almacena nuestros recuerdos, como cicatrices en los brazos o como el vídeo de nuestro 9º cumpleaños en un CD. Y cuando llegan los achaques al "disco duro"... Empiezan las contradicciones más fuertes entre ambas partes.
En el caso de ese monstruo, el Alzheimer, al que (creo) todos tememos, o de cualquier tipo de demencia senil, la realidad adquiere un tinte muy negro. Para quien lo padece (¡qué miedo, qué desconcierto se debe sentir!) y para su entorno. Y ahí entran las residencias.
Hace mucho tiempo trabajé en una. De lujo, se suponía. Y lo que vi fue terrible. Nunca había comprendido la negativa de irse a una residencia llegada una edad: facilitan tu vida y la de los tuyos, te dan cuidados físicos (neurología, rehabilitación, enfermería...). Pero no tenía en cuenta que no deja de ser un negocio. Que cuanta menos guerra den "los abuelitos", menor inversión. Que, si los familiares que los visitan (si es que los visitan) les ven tranquilos, piensan que están bien cuidados. No que están hasta arriba de Orfidal.
De aquella época recuerdo con especial cariño a Doña Aleida. Una abuelita dulce, siempre sonriente, siempre bien arregladita, cuya única obsesión era enterarse la primera del menú del día. Tenía pinta de haber sido una mujer culta, inquieta. Y todo se redujo a enterarse la primera del menú del día, cada día. Qué terror, ¿no?
Como en todos los campos científicos, la geriatría y la neurología avanzan a pasos agigantados (en los países que invierten en I+D). Espero que pronto den con la solución para esta enfermedad, para quien la quiera. No dejo de pensar que, en algunos casos, el Alzheimer debe ser hasta bueno: recordar la infancia, la juventud, la parte buena de la vida... Y no ser consciente de que has tenido hijos que no van a verte, o de todo lo malo que te ha ido sucediendo en los últimos años. Ni siquiera ser consciente de que estás en una residencia. No dudo que habrá algún caso que quiera que le dejen ahí, calentito.
martes, 4 de febrero de 2014
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