Ayer, otra vez, al Alameda. Qué malo es el vicio.
Habíamos visto a Quequé en el Club de la Comedia y nos había hecho mucha gracia, pero no es lo mismo un monologuito que una hora y media en un escenario.
De hecho, en un momento, casi al principio del espectáculo, Quequé afirma que es gilipollas. A medida que avanzaba la función, cada vez estaba más de acuerdo con él.
El espectáculo consiste en varios monólogos enlazados, y claro, hay gracias que puntuales son la bomba, pero repetidas una y otra vez... son como una bomba. Entre ellas, las de contenido un tanto burdo. Que una da chispa y te ríes mucho, pero tantas, tantísimas, convierten un espectáculo divertido en soez.
Además, Quequé... no sé, se tiene en demasiada alta estima. Se ve guapo, y su círculo más cercano le habrá dicho que es divertidísimo, y se lo ha creído, pero demasiado.
No quiero decir con todo esto que no me divirtiera ni me riera, que sí lo hice... pero el espectáculo no era lo que me esperaba.
Uno de sus mejores puntos a favor es el guitarrista que lleva. El tío es un crack. Y sube enteros la calidad de la función.
Aunque... me dio la sensación de imitación al Gran Wyoming de los primeros tiempos, no sólo por el formato del espectáculo, el tipo de música, sino por muchas expresiones claramente plagiadas.
No siempre puedes salir del teatro con el estómago encogido y la cara iluminada.
Aunque sí que muchos de los asistentes lo hicieron, eran gente muy joven que probablemente no hubiera ido al teatro a ver otra cosa. Y si Quequé haciendo estas cosas hace que otro tipo de público se acerque al teatro, y hasta se enganche, pues oye, bendito Quequé.
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